María/Olivia era tibieza pura. De una simpleza supina que asusta. Quiso
rodear su vida de cosas vacuas, disfrutar de lo fugaz y lo brillante; de las
ascuas del humano que no sabe serlo. Del todo.
Quiso atajar el bosque de las preguntas y se dedicó, entonces, a gastar. La
vida, la cartera, el espíritu.
Quiso, por querer(se), a nadie más que a ella misma. Traspasó todos los límites del onanismo y el
autoservicio: era como un “vending”, sí, pero con acceso restringido para si
misma.
Elegía, pues, metódicamente qué ponerse cada día: un ego febril de la mejor
firma, una piel nueva según visita, su colección de argumentos basado en un “YO”…
con vistas…
Y en la cavidad torácica:
(ESPACIO)
muy poquito.
Ay, tan poquito…
Las migajas de un poquito.
Pero supuso –mal- que la vida así, en el templo de uno mismo le iba
conducir a la gloria. Como digo, mal-adivinó un futuro en el que solo cabía
ella y encontró –ah, Dios- el hastío.
El mismo reflejo deforme tras el marco de la puerta.
El eco de un espejo roto y sin pulir.
El miedo al desnudo; al enemigo. El tiempo burlándose de ella.
Sería inútil hablar de María/Olivia, de su café sólo a las tres… y sola,
por cierto, a las cuatro. Y a las cinco. Sin hablar de “los suyos”. Suyo
siempre todo antes que del resto.
De la ecuación de su propia carne entre cero, igual a infinito. Y las
estrellas de la ventana entre cero igual a suyas. Y la familia que no fue
familia, entre cero, igual al monstruo que le sigue soplando las velas a sus 37
años.
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